Jens Andermann

1.-
En una secuencia del documental Manufactured Landscapes (2006) de Jennifer Baichwal sobre el trabajo del fotógrafo canadiense Edward Burtinsky (2006), este último y su equipo aparecen preparando una de sus características tomas panorámicas desde una plataforma elevada delante de una inmensa cordillera artificial de escoria carbónica que se extiende hasta el horizonte. Mientras Burtinsky prepara sus lentes, un asistente discute con los supervisores chinos quienes, en el último momento, expresan dudas sobre el impacto que las fotografías podrían tener sobre la imagen del país, pero que acaban cediendo una vez que se les haya mostrado el último libro cuidadosamente editado del artista con imágenes tomadas, se apresta a explicar el asistente, en sitios mineros estadounidenses y canadienses: “he’ll make it look beautiful” – él lo hará aparecer bello, los tranquiliza. Efectivamente, esa es la provocación que subtiende a la obra de Burtinsky, estética y políticamente discutible pero indudablemente eficaz: enfocar las tierras violentadas que enfrenta su cámara de la única manera en que lo sabe hacer el dispositivo fotográfico, como si aún fueran un paisaje. Paisaje que, por otra parte, apela antes a la tradición de lo sublime de lo bello, esto es, a la noción de una inmensidad que desborda nuestras facultades sensoriales pero que, en tanto imagen, no obstante atestigua el triunfo del espíritu al haber plasmado ese desconcierto en idea, en representación (Kant). Esa tensión entre las dos aceptaciones de lo sublime que ya era central para la modernidad, se acentúa aún más en el trabajo de Burtinsky donde aquello que devuelve la imagen contradice desde el inicio la exterioridad del mundo-objeto respecto de su observador, relación en la que se había fundado el propio género paisajista. Aquí, lo que desborda nuestra percepción –lo que supera nuestra capacidad de juicio, en lenguaje kantiano– es manifiestamente el resultado de intervenciones humanas en las materialidades que están a la vista y no, como en el sublime natural, de su muda indiferencia ante nuestros quehaceres. O mejor dicho, eso que surge delante de las lentes de Burtinsky son materialidades indiferentes e irritables a la vez, son la “Gaia quisquillosa” cuya irrupción ha constatado Isabelle Stengers (2015, pp. 43-51) y que pone en suspenso no solo al sujeto-observador del paisaje occidental sino a la supervivencia misma de lo humano como especie y aún de lo viviente en su configuración y ontología terrestre. La plataforma desde donde Burtinsky toma sus fotos –porque siempre exigen una plataforma– no es sino eso: el mirador del fin del mundo.
2.-
Al terminar recientemente una investigación que ya parecía eterna sobre el agotamiento de la forma paisaje y la emergencia de nuevas estéticas “terráneas” (para usar el neologismo de Bruno Latour) en las artes contemporáneas (Andermann 2018), me di con la sorpresa de que en este mirador, al que había ascendido trabajosamente a través de los archivos literarios, plásticos y fílmicos de la modernidad latinoamericana, ya se había dado cita una multitud de visitantes quienes, para permanecer en la imagen, habían viajado allí en el funicular de la gran teoría. Me refiero, por supuesto, a la enorme producción teórica en los últimos años en torno a los ‘fines del mundo’, para citar el título en inglés del libro reciente de Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro (2017), donde la posibilidad empírica de extinción de lo viviente tal y como resulta sugerida por datos estratigráficos y oceanográficos, ha desencadenado una ola de especulaciones ontológicas y cosmológicas. Está en juego, en palabras de Elizabeth Povinelli (2016), nada menos que la relación entre bios y geos en condiciones de cambio climático antropogénico. En ese contexto, “frente a Gaia” (como tituló Latour sus clases magistrales en la Universidad de Edimburgo), me pregunto cuán relevantes son aún los vericuetos de una forma estética anacrónica como la del paisaje en América Latina, vistos desde la inconmensurabilidad del nuevo "híperobjeto” cuya extensión en tiempo y espacio habría hecho estallar hoy las fundaciones mismas de cualquier saber disciplinario (Morton 2013). ¿Habrá, al fin y al cabo, alguna virtud en haber llegado al mirador del fin del mundo, a través de la producción estética de los márgenes coloniales de Occidente? ¿O estaríamos meramente repitiendo el viejo ritual de incorporación regionalizante, y por tanto derivativa y tardía, de paradigmas acuñados en otra parte?
3.-
Ahora bien, uno de los efectos desconcertantes de ese giro terráneo en el pensamiento actual remite precisamente a problemas de escala, del dónde y cuándo de las manifestaciones de aquello que aún no sabemos nombrar (¿antropoceno o antropozóico? ¿o capitaloceno, chthuluceno, necroceno?). “En la época del calentamiento global”, dice Morton, la relación entre fondo y figura, primer y segundo plano, centros y periferias, que alguna vez llamamos mundo se escurrió inexorablemente (Morton 2013, p. 99). El fin del mundo y el fin del paisaje coinciden porque la experiencia de, literalmente, humillación a la que nos enfrentan los nuevos ensamblajes de materialidades/vitalidades en trance que nos echan en cara nuestros esfuerzos por estabilizarlas en imagen y en repositorio de recursos, nos ha privado de cualquier horizonte, de ‘mundo’. No otra es la experiencia de “desarraigo”, de “despoblación de la campaña”, de “empobrecimiento […] de la vivienda y la cocina”, de “colapso creador […] del folklore artístico” (Canal Feijóo 1934, p. 60), en fin, de destrucción del “juego integral de paisaje, costumbres, tonada, locales” (Canal Feijóo 1937, p. 11) que, ya en la década de 1930 y en medio de una tremenda sequía producida por la tala indiscriminada de bosques, el escritor y sociólogo argentino Bernardo Canal Feijóo calificaba de “despaisamiento” de su provincia nativa, Santiago del Estero; neologismo que se proponía entender, además, la “indignada respuesta de [la Naturaleza] a la insensatez con que el hombre la ha venido tratando.” (Canal Feijóo 1948, p. 113) Esa “respuesta” comprendería, siempre de acuerdo con Canal, la baja de “los términos medios pluviales”, “las erosiones”, “la esterilización de la superficie accesible”, “la proliferación de las plagas zoológicas” (Canal Feijóo 1948, p. 113) – esto es, lo que hoy llamaríamos irrupción de Gaia o “historia sympoiética” (Haraway 2016: 61) o aceleración de las respuestas co-evolutivas por parte de las “naturalezas baratas” a su propia capitalización (Moore 2015: 274). A lo que voy es que, en tanto figura que articula en un mismo plano de enunciación a procesos geoclimáticos y otros de índole culinaria, musical o habitacional, en una situación de crisis acumulativa de un régimen extractivo –el obraje maderero– el término acuñado por Canal Feijóo resulta indudablemente más rico que las versiones posteriores de Jean-François Lyotard o de Jean-Luc Nancy quienes, a finales del siglo veinte, propondrían pensar con el concepto de dépaysement “la implosión de las formas” (Lyotard 1991, p. 189) al interior del género paisaje, el despoblamiento del “país de los paisanos” del que éste –el género o idea del paisaje– sería a la vez agente y síntoma (Nancy 2005: 61).
4.-
Cuando digo más rico, me refiero a la plasticidad mayor del término de Canal en cuanto a comprender no solo el des-entendimiento entre forma cultural y aquello que ésta con-tiene apenas en cuanto exceso que la abisma por dentro: ese “país” que, en la jaula del paisaje, no deja de re-presentar su propio ausentamiento, en palabras de Nancy. También incluye, en Canal, su costado productivo, los nuevos ensamblajes de lo viviente o las “naturalezas históricas” (Moore) que se configuran en el in-mundo que surge en ese umbral del fin. Y es más rico, por otra parte porque, a diferencia de las especulaciones del Object-Oriented Ontology acerca de la anterioridad (y por tanto también posteridad) existencial de la materia respecto de lo viviente y la experiencia, las reflexiones del argentino nunca se abstraen de la concretud de un lugar histórico y ecológico cuyo desmoronamiento también pone en suspenso la posibilidad misma de ser pensado. Como sugieren Danowski y Viveiros de Castro, “la idea del fin del mundo necesariamente evoca el problema correlativo del fin del pensamiento, esto es, el fin de la relación (externa o interna) entre pensamiento y mundo” (2017, p. 19). El hecho de que, aquí, esta paradoja emerja como localizada en un tiempo y espacio concreto y cercano, destaca pues al concepto de Canal respecto de sus versiones más recientes. ¿Cómo –se pregunta el santiagueño–nombrar el lugar de la catástrofe si ésta, y las fuerzas exógenas que la impulsan, también ponen en juicio la continuidad misma de ese lugar?
